Generalmente, al hablar de lobbying y de lobbies, pensamos directamente en «aquellos malvados encorbatados» de películas hollywoodienses en las que presionan a congresistas o senadores a llevar a cabo tropelías en contra de la voluntad popular, con un mero objetivo económico. Ciertamente, cuando se refieren a grandes multinacionales, los lobbies no tienen otra meta que la maximización del beneficio, y el coste social no aparece en la cuenta de resultados. Pero, stricto sensu, al hablar de lobby hablamos de un grupo de interés, u otra forma de decirlo, un grupo de presión. Tres términos que significan lo mismo, a saber, un grupo coordinado y permanente de personas que pretende influenciar directamente sobre un agente político, a través de cauces que pueden o no ser formales y normativos, pero que en todo caso se implantan en el trabajo legislativo viniendo desde fuera del programa político de la institución sobre la que ejerce la presión. Esa característica de la externalidad es lo que los define como unos outsiders del sistema. Pero probablemente no haya más insiders que muchos de aquellos grupos de presión (como organizaciones religiosas, o asociaciones del sector de las farmacéuticas), que nacen por y para la influencia política directa.
Además, pese a lo que pudiera parecer, existe «percha» jurídica, y esos «malvados» pueden disfrazarse (o no) gracias a que el propio derecho originario europeo lo permite (artículo 11 del Tratado de la Unión -TUE). La propia Comisión está obligada a mantener consultas generales con todas las partes, asegurando que las acciones sean «coherentes y transparentes» (ibíd.), en sus relaciones con dichas «asociaciones representativas» (una vez más nos encontramos un eufemismo).
Sin embargo, sería injusto sentenciar el asunto diciendo que una compañía petrolera, una asociación religiosa, o una ONG en favor
del desarrollo son lo mismo. Mi propuesta pretende simplificar nuestros esquemas mentales sobre los grupos de presión a dos tipos: aquellos que se ejercen por organizaciones que buscan fines
económicos directos, y aquellas que no los buscan al menos de forma directa (para obtener beneficios económicos).
El quid de la cuestión es saber cómo están presentes en la esfera europea tanto unas como otras: para empezar, es falso pensar que solamente influyen en la Comisión Europea, en la fase de
elaboración de normas (recordemos que la iniciativa legislativa es una de sus atribuciones en los tratados -artículo 17.2 del TUE). Sin embargo, la propia Comisión reconoce que es muy importante
la experiencia y «legitimidad» que los grupos de presión ofrecen en la elaboración del programa político que pretende llevar a cabo
[1]. En este sentido, se desenmascara la naturaleza de la bestia, y se reconoce abiertamente el trabajo para con la
misma.
En cuanto al Parlamento Europeo, me ceñiré simplemente a la experiencia personal. Cada semana decenas de correos físicos y centenares de virtuales llegan a la bandeja de entrada de los parlamentarios y parlamentarias (así como de los y las asistentas, y del staff). Los correos (y/o e-mails), no lo son todo. Es más, la experiencia de los grupos de presión ha demostrado que son efectivos canales de comunicación que abren a múltiples formas de contacto: visitas (generalmente informales, de delegaciones internacionales), invitaciones a eventos (también «comilonas», que por supuesto no son generalizadas), comunicaciones informales, actos organizados con fondos propios de los lobbies, y hasta manifestaciones (estas de hecho suelen ser las más efectivas, en tanto que no solo presionan sobre el aspecto meramente de formulación de las normas, sino que también influyen abiertamente en el debate político al forzar, mediante su mayor visibilidad mediática, a un posicionamiento del parlamentario/a sobre el asunto[2]).
El resto de instituciones y organismos de la UE «no se libran» de este ejercicio constante de presión. Desde los Comités de las Regiones y Económico Social, hasta los Representantes Permanentes, pasando por cualquier evento realizado en cualquiera de las sedes europeas (solamente en Bruselas hay 25.000 empleados y funcionarios, es decir, un «nicho» de mercado muy apetitoso).
Lo que cabe preguntarse, para finalizar (siendo esta la cuestión mayor) es si estas prácticas favorecen la legitimidad del sistema político-normativo de la Unión. Se puede alegar que sí, que la participación de la sociedad civil está presente, y que además cuenta con mecanismos de control público (como el registro público que tiene la Comisión Europea desde el año 2007[3]), por lo que al menos desde la transparencia y desde la legitimidad ex post se trabaja hacia a un mayor accountability. Sin embargo, otros muchos pensamos que no es así, o al menos no de este modo. En primer lugar, hay una clara desigualdad en el acceso (por cuestión de recursos económicos, técnicos, humanos, organizativos e incluso de capital cultural), teniendo predominancia los grupos de presión con más capital económico, más implantación en el sistema, y más lazos políticos e ideológicos con los policy-makers. Esto profundiza las críticas hacia el sistema, puesto que se ve como opaco, y claramente sesgado en favor de las compañías o asociaciones de empresarios[4]. Y en segundo lugar, porque esta dinámica puede vaciar de legitimidad democrática al escapar del terreno de los representantes (pensando aquí más en el Parlamento y el Consejo) elegidos en urnas, en pro de quienes pueden incidir y redactar leyes para que otros simplemente las firmen (por decirlo de forma simplificada; aunque de la rendición de cuentas también tenga responsabilidad directa el elector).
En mi opinión, y aunque no se puede cerrar la posibilidad de contacto con las organizaciones que quieren participar en los procesos (por ejemplo, apoyando políticamente a quienes presentan sus quejas ante el Comité de Peticiones del Parlamento Europeo [5]), se debe incidir en una legitimidad que pase más por una remodelación de las instituciones (mayor peso al Parlamento —incluyendo la iniciativa legislativa que actualmente no tiene— mayor peso de los Comités —de las Regiones y Social y Económico— en tanto que cauces naturales institucionales de la presión), y en un trabajo de profundización de los marcos de sistema multinivel, pasando del principio de subsidiariedad (protocolo número 2 de los tratados), a otro de mutualidad[6]. Quizá la idea estribe, vista la complejidad de crear una identidad europea o un espacio público europeo, en profundizar la relación de lo más cercano (y conocido) a la ciudadanía, las instituciones locales ahora más que nunca en peligro, con lo más lejano y desconocido.
Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración, y Máster en Estudios de la Unión Europea por la Universidad de Salamanca. Especialista en Agenda 21 Local. Asistente Parlamentario Acreditado para el grupo de la Izquierda Unitaria Europea/Izquierda Nórdica Europea (GUE/NGL), legislatura 2014-2019.
NOTAS
[1] Ver «The Commission and non-governmental organizations: building a stronger partnership». COM (2000) 0011 final.
[2] COEN, David, y Jeremy RICHARDSON (de.) (2009): Lobbying the European Union: Institutions, actors, and issues. New York: Oxford University Press.
[6] Ver Comité de las Regiones (2012), “Draft opinion of the Committee of the Regions. Building a european culture of multilevel governance: follow-up to the Committee of the Regions' White Paper”. CdR 273/2011 rev. 2 FR/TW/CB/nm.
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