Sin duda la imagen de aquellos dos aviones estrellándose contra las Torres Gemelas de Nueva York, el día 11 de septiembre de 2001 o la, desafortunadamente más cercana para nosotros, visión de la estación madrileña de Atocha en llamas, el día 11 de marzo de 2004, o del metro de Londres envuelto en una intensa humareda en julio de 2005, nos impactaron y sobrecogieron a todos y todas de gran manera, quedando para siempre grabadas en la memoria de muchos de los que ya tenemos una cierta edad.
Lamentablemente, y aún transcurridos más de diez años desde que sucedieron estos acontecimientos, son otras las imágenes que hemos tenido que volver a presenciar los miembros de la aquella generación y de la actual, asistiendo a los ataques que, especialmente en Francia, han tenido lugar en los últimos meses y que nos han hecho recordar, una vez más, lo vulnerable que pueden llegar a ser los Estados ante los extremismos de cualquier tipo, y los de la Unión Europea no somos una excepción.
Llámese Al Qaeda, o llámese, mejor dicho, mal-llámese Estado Islámico (porque ni es lo uno ni es lo otro), lo cierto es que la amenaza terrorista ha sido una constante en el proceso de construcción europeo. Un proceso que, desde sus orígenes, tuvo claro que quería ser algo más que una mera organización de carácter económico, pero que, sin embargo, necesitó de las ventajas que la asociación de Estados le proporcionaba para poder llevarse a cabo. Me vienen a la mente las palabras de Quevedo, aún de plena actualidad cuatro siglos después, al afirmar que “Poderoso Caballero es Don Dinero”.
Como decía, el terrorismo siempre estuvo en el punto de mira de los artífices del proceso de construcción europeo, que vieron la necesidad de recurrir a una cooperación más allá de la económica, para luchar contra este fenómeno, desde las primeras y cuestionadas reuniones del Grupo TREVI, que pese a su evocador nombre (en clara alusión a la famosa fuente de la Ciudad Eterna) encerraba las siglas de terrorismo, radicalismo, extremismo y violencia internacional, hasta la creación de estructuras orgánicas y procesales de cooperación policial y judicial como la Oficina Europea de Polícia (Europol) o Eurojust, concebidas para luchar contra las formas graves de delincuencia, entre ellas, cómo no, el terrorismo, pasando por la cooperación reforzada que, en su momento, supusieron los Convenios de Schengen, como respuesta a los problemas que planteaba la supresión de las fronteras interiores que, al permitir la libre circulación de personas, bienes y servicios permitía, de la misma forma, la circulación del delito y de los delincuentes.
Sin embargo, el punto de inflexión de la asistencia judicial en la Unión Europea en materia de lucha contra el terrorismo, lo supone la aprobación del Tratado de la Unión Europea en su versión de Maastricht, con las reformas sufridas por el Tratado de Ámsterdam, ya que allí se consagra la necesaria cooperación en el denominado ámbito JAI, es decir, en cuestiones de Justicia y Asuntos de Interior, que integrarían el denominado Tercer Pilar, según la figura acuñada por la Doctrina y que representaba el Tratado de la Unión Europea como un templo griego, con una parte dogmática que haría las veces de frontispicio, sustentada sobre tres pilares, el primero y más fuerte, el de la cooperación económica, integrada por los 3 Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas, el segundo, que sustentaría la cooperación en materia de Política Exterior y Seguridad Común y el Tercero, al que ya nos hemos referido, consistente en la cooperación en Justicia y Asuntos de Interior.
Sin embargo, estas materias no sufrieron un impulso decisivo hasta su formulación en las Conclusiones del Consejo Europeo, monográfico sobre estas cuestiones, celebrado en Tampere (Finlandia) en 1999, donde se fijaron las bases del futuro espacio de libertad, seguridad y justicia, y que provocaron que existiera una voluntad decidida de avanzar en la regulación de estas materias, voluntad que se vio fortalecida tras los atentados del 11-S y la gran labor desarrollada por la Presidencia Española de la Unión Europea, que hizo de la asistencia judicial y de la lucha contra el terrorismo la prioridad de prioridades, como también se demuestra por los enormes avances conseguidos sobre estas materias a lo largo del semestre que duró el mandato de nuestro país al frente de la Unión y en el que nuestra ciudad, Salamanca, tuvo el honor de ostentar el título de Ciudad Europea de la Cultura.
Quizás el principal avance fuera la aprobación, en ese contexto, de la Decisión marco por la que se creaba la Orden Europea de Detención, la llamada «euro-orden», que fue trasladada a nuestro ordenamiento jurídico a través de la Ley 3/2003, de 14 de marzo, recientemente derogada por la aprobación de la Ley 23/2014, de 20 de noviembre, de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la Unión Europea, que regula tanto esta como otras materias que afectan directamente a los ciudadanos, como la resoluciones por la que se impone una pena o medida privativa de libertad, o de libertad vigilada o provisional; la orden europea de protección; las resoluciones de embargo preventivo de bienes y de decomiso o las que se refieren a la imposición de sanciones pecuniarias y a los medios de obtención de prueba.
La aprobación de esta ley supone, sin ninguna duda, la constatación del gran camino recorrido desde que se estableciera el principio de reconocimiento mutuo de resoluciones judiciales, como piedra angular de la asistencia judicial en la Unión Europea y que, basado en el principio de confianza recíproca, pretendía eliminar cualquier tipo de control político en la prestación de la asistencia judicial, a pesar de la multitud de regímenes nacionales que se veían afectados y de los esfuerzos que se realizaron, y aún deben realizarse, por parte de los Estados miembros para que su aplicación sea uniforme y eficaz en beneficio de los derechos de los ciudadanos.
Sin embargo, no resultaría extraño que, en unos Estados miembros en los que, en muchas ocasiones se gobierna a golpe de atentado, de amenaza y, sobre todo, de expectativa de futuros votos en elecciones cercanas, los últimos acontecimientos a los que hacíamos referencia al principio de nuestra colaboración, llevaran a la aprobación de nuevos instrumentos o a la adopción de nuevas medidas, algunas de ellas ya sancionadas, como en el caso de España, con inusual rapidez, como las contenidas en el Pacto de Estado contra el yihadismo, acordado entre el Gobierno y el principal partido de la oposición, y que, tras una tramitación parlamentaria en tiempo récord, ya ha sido aprobado por las Cortes Generales, o las contenidas en la nueva Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, una Ley que, si nos atuviéramos al consejo de Séneca, sobre que las leyes deben mandar, y no polemizar, desde luego no debería haberse aprobado.
Aun así, confío en que el Legislador europeo sea más prudente, medite más sobre estas cuestiones, maneje con mayor rigor los tiempos y no pretenda legislar «en caliente» sobre aspectos que, de una forma u otra, afectan no solo a la seguridad de los ciudadanos, sino también a su libertad.
Adán Carrizo González-Castell
Profesor Contratado Doctor de Derecho Procesal.
Universidad de Salamanca.
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Carlos Wefers Verástegui (jueves, 30 abril 2015 11:05)
Séneca y Quevedo estarían de acuerdo. El primero, porque le empujó al suicidio su alumno aventajado Nerón, y el segundo, porque las "libertades" de opinión que se tomaban le condujeron a la reclusión en un castillo de la Orden de Santiago. Nada nuevo bajo el sol...